“El arquitecto de las lanzas”
G. K. Chesterton[1]
El otro día, en la ciudad de Lincoln, sufrí una ilusión óptica que me reveló la extraña grandeza de la arquitectura gótica. Pienso que el secreto no está explicado satisfactoriamente en la mayoría de los debates sobre el tema. Se dice que el gótico eclipsa lo clásico por cierta riqueza y complejidad, al mismo tiempo viviente y misteriosa. Esto es verdad, pero la decoración orienta es igualmente rica y compleja y, sin embargo, despierta en uno un sentimiento diferente. Nadie se ha emocionado nunca del mismo modo con una alfombra turca que con la torre de una catedral. En la exquisita ornamentación de Arabia y de la India está la presencia de algo tieso y sin alma, algo torturado y silencioso. Árboles enanos y serpientes retorcidas, flores pesadas y aves jorobadas, acentúan, por el esplendor y contraste de sus colores, el servilismo y monotonía de sus figuras. Es como la visión de un sabio burlón, que mira todo el universo como un patrón. Está claro que nadie se ha sentido así con el gótico, incluso si no le gusta.
Otros pueden decir que la libertad medieval con lo cómico y lo tosco es lo que hace al gótico más interesante que el arte griego. Hay más verdad en esto, de hecho, hay mucho de verdad. Pocas catedrales góticas hubieran pasado el criterio del Censor de Obras. Siempre hablamos de la inimitable grandeza de las viejas catedrales, pero realmente es su alegría lo que no alcanzamos a imitar. No debería sorprendernos mucho si un cantor comenzase a cantar algo cómico en la iglesia. Sólo estaría haciendo con la música lo mismo que los medievales hacían con la escultura. Ellos ponían en una misericordia las mismas escenas que nosotros ponemos en una canción de un music hall: escenas domésticas cómicas parecidas a derramar cerveza o la alegría de darse un baño. Pero, siendo la alegría del gótico una de sus características, no es el secreto de su efecto único. Vemos muchas confusiones domésticas en los sketches japoneses. Pero, aunque son deliciosos, con sus encantadores árboles, casas de papel tambaleándose y sus infantiles habitantes, nos proporcionan un placer diferente de la alegría y la energía de las gárgolas.
Algunos incluso han sido los suficientemente superficiales e iletrados como para sostener que nuestro placer con las construcciones medievales es disfrutar de lo que es bárbaro, rudo, sin forma, o que se desmorona como las piedras. Esto puede desestimarse como lo demás, pues los ídolos de los mares del sur, con sus ojos pintados y sus cerdas irradiantes, son magníficos de contemplar, pero no nos causan el mismo efecto que la Abadía de Westminster. También, yéndose a otro extremo igualmente insensato, ignoran lo tosco y cómico en el medievalismo y alaban el arco ojival por su absoluta pureza y simplicidad, como un santo con sus manos juntas en oración. Y, de nuevo, se pierde lo que hace único al gótico. Hay cosas elementos renacentistas, como los dibujos etéreos de Rafael, e incluso cosas paganas, como el Adorante de Berlín, que expresan una fresca y austera piedad. Así que ninguna de estas explicaciones lo explica. Y yo nunca había visto el verdadero sentido del gótico hasta que vine a la ciudad de Lincoln, y lo vi a través de una fila de camiones de mudanzas.
Catedral de Lincoln
No sabía que eran camiones de mudanzas; de un vistazo y a través de la neblinosa distancia pensé que era una hilera de casas de campo. Un pequeño muro de piedra tapaba las ruedas, y los camiones eran más o menos del mismo color que la arcilla amarillenta o la piedra de los edificios de al lado. Yo había venido a través de la planicie oriental, que es como el mar abierto, y más aún dado que la pequeña colina y torre de Lincoln se erige en ella como un faro. Había escalado las afiladas, tortuosas calles hasta esta ciudadela eclesiástica; justo delante de mí había una prospera y rica huerta. Tras ésta estaba el muro bajo de piedra, después la fila de camiones que parecían casas, y más allá, por encima de ellas, derecha, ligera y oscura, suave como el vuelo de los pájaros, y terrible como la Torre de Babel, la Catedral de Lincoln, que parecía superar la vista humana.
Al mirarla me preguntaba a mí mismo, ¿cuál era la esencia en todas esas piedras? Eran variadas, pero no era la variedad; eran solemnes, pero era la solemnidad; eran absurdas, pero no era el absurdo. ¿Qué hay en ellas que emociona y calma a un hombre de nuestra sangre e historia, que no se da en una pirámide egipcia, o en un templo indio, o en una pagoda china? De repente, los camiones que había confundido con casitas comenzaron a salir hacia la izquierda. Al principio mis ojos y mi mente tuvieron la impresión de que la catedral se estaba moviendo hacia la derecha. Las dos inmensas torres parecían comenzar a dar zancadas hacia la llanura como dos piernas de algún gigante cuyo cuerpo estuviese cubierto por las nubes. Entonces me di cuenta de lo que pasaba.
La verdad sobre el gótico es, en primer lugar, que está vivo, y en segundo, que está en marcha. Es la Iglesia Militante; es la única arquitectura en actitud de combate. Sus agujas son lanzas en reposo; y todas sus piedras están como durmiendo en una catapulta. En un instante de ilusión, podía oír las arcadas chocando como espadas cruzándose entre ellas. Las poderosas e innumerables columnas parecen ir a balancearse como enormes pies de elefantes imperiales. Las imágenes enramadas se envolvían y volaban como estandartes yendo a la batalla; el silencio se ensordecía con la afligida mezcla de ruidos de una marcha militar. La gran campana sonó, como el órgano agitó su trueno. Las gárgolas de gargantas secas gritaron como trompetas desde todos los tejados y pináculos según iban pasando; y, desde el facistol del coro de la catedral, el águila imponente del Evangelista batió sus alas de latón.
Y en medio de todos los ruidos me pareció escuchar la voz de un hombre gritando en la niebla como aquel mandando a los regimientos aquí y allá en la lucha; la voz del gran casi militar, maestro-constructor, el arquitecto de las lanzas. Y casi pude imaginar que llevaba una armadura mientras construía aquella iglesia; y supe sin dudar que, bajo una figura bíblica, había cargado en cada mano la pala y la espada.
Por un momento pude imaginar que todo en aquella casa de vida había marchado hacia el Oriente, viva y engranada, como un ejército. Algún nómada oriental la había encontrado sólida y silenciosa en el círculo rojo del desierto. Había dormido junto a ella como junto a una pirámide olvidada del mundo; y se había despertado a medianoche a causa de las alas de piedra y metal, el paso pesado de los altos pilares, las trompetas de los canalones. En tal noche, toda serpiente y bestia marina se habría girado y retorcido en cada cripta y esquina de la arquitectura. Y los tan intensamente coloreados santos marchando eternamente en las vistosas vidrieras habrían llevado sus nimbos como antorchas en las tierras oscuras y los mares lejanos; hasta que toda la montaña de música y oscuridad y luces descendiesen rugiendo en la solitaria colina de Lincoln. Así durante unos ciento sesenta segundos vi la belleza del gótico combatiente. Entonces, el último camión de mudanzas se marchó, y sólo vi una torre de una iglesia en una tranquila ciudad inglesa, al rededor de la cual los pájaros volaban.
[1] Artículo publicado en A Miscellany of Men, 1912 (Traducción propia).