Santo Tomás de Aquino
por G. K. Chesterton[1]
La dificultad de tratar a Sto. Tomás de Aquino en este breve artículo es aquella de seleccionar aquel aspecto de su multiforme mente que mejor se ajuste a su tamaño o escala. Por el enorme cuerpo en el que llevaba su enorme cerebro fue llamado "el Buey"; pero cualquier intento de encerrar tal cerebro dentro del género periodístico supera todas las bromas posibles sobre encerrar un buey en una taza de te. Él era uno de los dos o tres gigantes; uno de los dos o tres mayores hombres que jamás hayan vivido; y no debería de sorprenderme si resultase, además de por la santidad, el mayor de todos. Otra forma de plantear el problema es decir que la proporción se altera en relación a qué otros hombres haya en el momento de clasificarlo con ellos o enfrentarlo contra ellos. No llegamos a su escala hasta que topamos con los pocos hombres en la historia que puedan ser sus rivales.
Entonces, para empezar, podemos compararlo con la vida ordinaria de su tiempo; y contar la historia de sus aventuras entre sus contemporáneos. Sólo en este aspecto, él sembró una luz en la historia, aparte de aquella que sembró en la filosofía. Nacido de alta cuna, familia de la casa Imperial, hijo de un gran noble de Aquino, no lejano a Nápoles, que cuando expresó su deseo de ser monje todo se le presentó fácil, como era propio de su tiempo, hasta cierto punto. Un gran caballero podía ser admitido con decoro en la ya antigua regla de los benedictinos; como el hijo menor de un noble, pronto llegaría a ser prior. Pero el mundo acababa de ser convulsionado por una revolución religiosa, y unos pies extraños caminaban por todas partes. Y cuando el joven Tomás insistió en ser dominico, esto es, un fraile mendicante, sus hermanos lo siguieron, capturaron y encerraron en una celda. Era como si el hijo de un noble se hubiese hecho gitano o comunista. A pesar de todo, consiguió hacerse monje; y el pupilo predilecto del gran Alberto Magno en Colonia. Después se trasladó a París, y destacó en la defensa de las nuevas órdenes mendicantes en la Sorbona y en todas partes. De ello paso a la controversia entre Averroes y Aristóteles; o lo que es lo mismo, a la gran reconciliación de la fe cristiana y la filosofía pagana. Su vida activa la pasó asombrosamente preocupado con estas cuestiones. Era un hombre grande, corpulento y calvo, dotado de paciencia y de una naturaleza afable, pero dado a tener trances en blanco en los que se ausentaba en sus pensamientos. Cenando con S. Luís, el rey de Francia, cayó en uno de esos trances y de repente golpeó la mesa diciendo "y eso resolvería lo de los maniqueos". El rey, con su fina ironía de inocencia, envió un secretario a apuntar la línea argumental, dejando pasar lo sucedido.
Entonces podría comparársele con otros santos y teólogos, como un místico más que como un dogmático. Porque era, como hombre sensato, un místico en privado y un filósofo en público. El tuvo una "experiencia religiosa", claro; pero no le pidió a nadie, como hacen los modernos, que razonase a partir de su experiencia. Sólo pidió que cada uno razonase desde su propia experiencia. Las suyas incluyeron casos bien atestiguados de levitación en éxtasis; y la Santísima Virgen se le apareció, confortándolo con la esperada noticia de que nunca sería obispo. Del mismo modo, podríamos comparar el proyecto tomista con otros, considerando los puntos en que Escoto o Buenaventura difirieron de éste. No tenemos aquí espacio suficiente para esas distinciones, más allá de la principal, que mientras Sto. Tomás tendía al menos relativamente hacia lo racional, los otros lo hacían hacia lo místico, y casi podríamos decir lo romántico. En cualquier caso, nunca hubo un teólogo mayor, y probablemente tampoco un santo. Pero diciendo que era mayor que Domingo o Francisco no conseguiría (en el sentido aquí pretendido) tan siquiera rozar lo grande que era.
Para entender su importancia, debemos enfrentarlo con los dos o tres credos cósmicos alternativos: como si fuera el representante de todo el cristianismo, se dirige al paganismo o al pesimismo. Así, discute a través de los siglos con Platón o Buda; y es el que tiene el mejor argumento. Su mente era tan amplia, y su equilibro tan hermoso, que insinuarlo llevaría a discutir un millón de cosas. Pero quizá la mejor simplificación esla siguiente, Sto. Tomás confronta otras creencias sobre el bien y el mal, sin negar el mal, con una teoría sobre los dos niveles de bien. El orden sobrenatural es el Sumo Bien, como para cualquier místico oriental; pero el orden natural es bueno, tan sólidamente bueno como para cualquier hombre en la calle. Eso es lo que "resolvería lo de los maniqueos". La fe es más elevada que la razón; pero la razón es más elevada que todo lo demás, y tiene derechos supremos en su propio dominio. Es ahí donde se anticipa y contesta el grito anti-racional de Lutero y sus seguidores; como me dijo un poeta muy pagano: "La Reforma ocurrió porque la gente no tenía el cerebro como para comprender al Aquinate". La Iglesia es siempre más importante que el Estado; pero éste tiene sus derechos, por todo aquello. Este dualismo cristiano siempre se había dado implícitamente, como en la distinción que Cristo hizo entre Dios y el Cesar, o la distinción dogmática entre las naturalezas de Cristo. Pero Sto. Tomás tiene la gloria de haber captado este doble hilo como un pista para miles de cosas; y así creó el único credo en el cual los santos pueden estar cuerdos. Se puede presentar principalmente, quizá, al mundo moderno como el único credo en el cual los poetas pueden estar cuerdos. Porque no hay nadie ahora que pueda resolver lo de los maniqueos; y toda la cultura está infectada con un vago y sucio sentido de que la naturaleza y todas las cosas sobre y bajo nosotros son malas, de que sólo se alaba al intelectual en las alturas.
Sto. Tomás exaltó a Dios sin reducir al hombre, y exaltó al hombre sin reducir a la naturaleza. Por lo tanto, hizo un cosmos de sentido común, terra viventium, la tierra de los que viven. Su filosofía, como su teología, es la del sentido común. No torturó su cerebro con intentos desesperados de explicar la existencia justificándola. Los primeros pasos de su mente fueron los primeros pasos de una mente honesta; como las primeras virtudes de su credo podrían ser aquellas de cualquier campesino honesto. Porque él, que combinó tantas cosas, combinó también la sutileza intelectual con la simplicidad espiritual. Y el sacerdote que se ocupó de este titán de energía intelectual en el lecho de muerte, cuyo cerebro había transformado las raíces del mundo y penetrado cada estrella y dividido cada brizna en todo el universo del pensamiento e incluso del escepticismo, dijo que, escuchándolo moribundo en confesión, se imaginó de repente que estaba oyendo la primera confesión de un niño de cinco años.
[1] Artículo publicado en The Spectator, 27 de febrero de 1932 (Traducción propia)