Cristo, fe y el desafío de las culturas (I)

J. Card. Ratzinger, Encuentro con las Comisiones Doctrinales en Asia (Hong Kong, 3 de marzo de 1993)

(Título original: Christ, Faith and the Challenge of Cultures; traducción propia)

En sus últimas palabras, el Señor resucitado envió a Sus apóstoles a los confines de la tierra: “Id y haced discípulos de todas las naciones; bautizadlos (…) y enseñadles todo lo que yo os he mandado” (Mt 28:19; cf. Hch 1:8). El cristianismo entró en el mundo consciente de su misión universal. Desde el principio, los seguidores de Jesucristo reconocieron su deber de transmitir su fe a todos los hombres. Veían la fe como un bien que no les pertenecía a ellos solos, sino que sobre el todo el mundo tenía derecho. Habría sido desleal no llevar todo aquello que se les había dado hasta cada esquina de la tierra. El punto de partida del universalismo cristiano no era el camino hacia el poder, sino la certeza de hacer recibido un conocimiento salvador y un amor redentor al que todos los hombres tienen derecho y anhelan desde lo más hondo de su ser. La misión no se percibió como una expansión del ejercicio del poder, sino como la obligatoria transmisión de lo que estaba hecho para todos y todos necesitaban.

Las dudas sobre la universalidad de la fe cristiana surgen hoy. Muchos ya no ven la historia de la misión universal como la historia de la difusión de una verdad y amor liberadores, sino como una historia de alienación y violación. Esa nueva consciencia nos exige a los cristianos que consideremos radicalmente quiénes que somos y lo que no somos, lo que creemos y lo que no creemos, lo que tenemos que dar y lo que no podemos dar. En esta intervención trataré de dar un pequeño paso en ese gran empeño. Mi intención es considerar el derecho y la capacidad de la fe cristiana de comunicarse a otras culturas, de asimilarlas y de comunicarse a ellas. Básicamente, esto incluye todas las cuestiones relativas a la fundación de la existencia cristiana: ¿Por qué creemos? ¿Hay verdad para el hombre, una verdad accesible y perteneciente a todos, o estamos destinados, a través de distintos símbolos, a vislumbrar un misterio que nunca se nos revela? ¿Hablar sobre la verdad de la fe es una presunción o un deber? Incluso estas cuestiones no se pueden discutir frontalmente y en toda su magnitud. Tendremos que mantenerlas como telón de fondo al discutir sobre fe y cultura.

 

1.     Cultura – Inculturación – Encuentro de culturas

Nuestra primeras preguntas deben ser, ¿qué es la cultura?, ¿Cómo se sitúa respecto a la religión, y en qué sentido puede entrar en contacto con formas religiosas que le son originalmente ajenas? Primero, debemos hacer notar que es en la Europa moderna donde se origina por primera vez un concepto de cultura en el que la cultura aparece como un dominio propio y distinto, incluso opuesto, a la religión. En todas las demás culturas conocidas en la historia la religión es un elemento esencial de la cultura, de hecho es su núcleo determinante. Es la religión la que determina la estructura de los valores y, así, forma su lógica interna. Pero, si ese es el caso, la inculturación de la fe cristiana en otras culturas parece muy difícil. Porque es difícil ver cómo una cultura, viviendo y respirando la religión en la que está entretejida, puede ser trasplantada a otra religión sin que se arruinen ambas. Si quitas una cultura de su propia religión, a la que pertenece, le estás robando su corazón. Y si le implantas un nuevo corazón, el corazón cristiano, parece claro que el organismo lo rechazará porque no está ordenado a él. La operación solo tiene sentido si la fe cristiana y la otra religión, junto con la cultura que vive de ella, no tienen una diferencia pronunciada entre ellas. Sólo tiene sentido si están abiertas interiormente la una a la otra o, dicho de otro modo, si ellas tienden naturalmente a acercarse y unirse. La inculturación, por tanto, presume la potencial universalidad de cada cultura. Presume que en todas las culturas funcionan con la misma naturaleza humana. Presume que buscar la unión es un lugar común de la naturaleza humana que subsiste en las culturas. En otro sentido: el programa de la inculturación sólo tiene sentido si no hacemos injusticia a una cultura cuando, por la disposición humana hacia la verdad, se abre y desarrolla por un nuevo poder cultural. De ello se sigue que todo lo que en una cultura excluye esa apertura e intercambio es deficiente, porque la exclusión va contra la naturaleza humana. El signo de una alta cultura es su apertura, su capacidad de dar y recibir, su poder para desarrollar, para permitir ser purificada y alcanzar mayor conformidad con la verdad y el hombre.

Intentemos dar una definición de cultura. Podemos decir que la cultura es una forma desarrollada históricamente de expresión de las perspectivas y valores que caracterizan la vida de una comunidad. Vamos a considerar con detenimiento los distintos elementos de esta definición, para entender mejor la posible intercomunicación de culturas que implica la inculturación.

a)    Primero, la cultura tiene que ver con el conocimiento y los valores. Es un intento de entender el mundo y la existencia del hombre en el mundo, pero no es de orden puramente teórico. Más bien está ordenado por el interés fundamental de la existencia humana. Comprender nos debe enseñar cómo ser hombres, cómo el hombre ubicarse en este mundo y responder a éste para poder realizarse en su búsqueda de éxito y felicidad. Es más, no es una cuestión planteada individualistamente, como si cada individuo pudiera escoger su propio modelo. El hombre sólo puede tener éxito junto a otros; la pregunta sobre el modo correcto de conocer es una pregunta también sobre la correcta formación de la comunidad. La comunidad, por su parte, es un pre-requisito para la realización individual. En la cultura tratamos sobre una comprensión, que es conocimiento, que da lugar a la praxis, es decir, tratamos sobre un conocimiento que acompasa la dimensión indispensable de los valores o la moral. Y tenemos que añadir otra cosa, algo evidente para los antiguos. La pregunta sobre el hombre y el mundo siempre contiene la primera, y realmente fundacional, pregunta sobre Dios. Uno no puede entender el mundo, ni vivir honestamente, si la pregunta sobre lo divino pasa sin respuesta. En verdad, en la raíz de las grandes culturas está que su interpretación del mundo es un modo de ordenarlo a lo divino.

b)    La cultura entonces, en un sentido clásico, incluye ir más allá de lo visible y lo aparente a las causas reales, de modo que en su corazón supone una apertura a lo divino. En relación a esto, como ya hemos visto, está la noción de que lo individual trasciende en sí mismo en la cultura y se encuentra llevado por un sujeto social mayor, que puede tomar, continuar y desarrollar sus perspectivas más allá. La cultura siempre está ligada a un sujeto social, el cual, por un lado, toma las experiencias de los individuos y, por el otro, ayuda a darles forma. El sujeto común conserva y desarrolla perspectivas que superan la capacidad del individuo, perspectivas que se pueden considerar pre-racionales y supra-racionales. Al hacerlo, las culturas apelan a la sabiduría de los “antiguos”, que estuvieron más cerca de los dioses; apelan a las tradiciones primordiales que tenían carácter de revelación, es decir, que no provienen de la prueba y deliberación del hombre, sino de un contacto original con el suelo de todas las cosas. En otras palabras, las culturas apelan a una comunicación con lo divino[1]. La crisis de la cultura sobreviene cuando la cultura no es capaz de llevar esta herencia supra-racional a una conexión convincente con el nuevo, crítico, conocimiento. En ese caso, la verdad heredada se vuelve cuestionable; lo que antes era verdad se convierte en mero hábito y pierde su vitalidad.

c)    Algo más viene al frente aquí. La sociedad avanza, y así la cultura también lo hace con la historia. En este camino a través del tiempo la cultura se desarrolla a través de su encuentra con la nueva realidad y la llegada de nuevas perspectivas. Sin estar acordonada, la cultura está parada en la corriente dinámica del tiempo, que contiene la confluencia de corrientes moviéndose hacia la unidad. La historicidad de la cultura significa su habilidad para progresar y esto depende de su habilidad de ser abierta y permitir la transformación a través del encuentro. Para estar seguros, podemos distinguir entre las culturas cósmicas/estáticas y las históricas. Se dice que las culturas antiguas representan el misterio del cosmos como siempre igual, mientras que el mundo cultural judeo-cristiano, en particular, entiende el camino con Dios como historia. Entonces la historia es fundamental a él. Esta distinción entre estáticas y dinámicas es correcta hasta un límite, pero no agota la cuestión, porque incluso las culturas dirigidas cósmicamente apuntan hacia la muerte y el nacimiento, el ser humano como un camino. Como cristianos tendemos que decir que éstas contienen en ellas una dinámica adventística, pero este es un tema al que tendremos volver[2].

Nuestros pequeños esfuerzos para clarificar las categorías del concepto cultura nos ayuda a entender mejor cómo las culturas pueden encontrar y entremezclarse. Ahora podemos decir que la unión de una cultura con un individualidad cultural, a una expresión cultural particular, es la base de la multiplicidad de culturas y sus respectivas características. Al contrario, podemos confirmar que la historicidad de la cultura, su movimiento en y a través del tiempo, abraza su abertura. Una cultura individual no vive sólo su propia experiencia de Dios, del mundo y del hombre. Más bien, por necesidad se encuentra en su camino y debe llegar a acuerdos con otras culturas con sus típicamente diferentes experiencias. Por tanto, según su grado de apertura o cierre, de ser internamente amplia o estrecha, una cultura profundiza y refina sus propias perspectivas y valores. Esto puede llevar a una evolución profunda de su configuración cultural previa, y esa transformación no tiene por qué ser una alienación o violación en absoluto. Una transformación exitosa se explica por la universalidad potencial de todas las culturas, concretadas en la asimilación de una cultura concreta por otra y su propia transformación interna. Este proceso podría incluso conducir a la resolución de una alienación latente del hombre de la verdad y de sí mismo que una cultura pudiese estar albergando. Podría significar la pascua sanadora de una cultura. Muriendo aparentemente, la cultura resucita, empezando a ser ella misma por primera vez.

Por este motivo, ya no hablamos de inculturación, sino del encuentro de culturas o la “inter-culturalidad”, para acuñar una nueva expresión. Porque la inculturación supone que una fe privada de cultura es trasplantada en una cultura indiferentemente religiosa, por medio de lo cual, ambos sujetos, formalmente desconocidos entre sí, se conocen y fusionan. Pero esa es una noción artificial e irreal, porque, con la excepción de la moderna civilización tecnológica, no hay algo así como una fe desprovista de cultura o de cultura desprovista de fe. Está sobre toda dificultad pensar en dos organismos, extraños entre sí, que puedan volverse viables para un trasplante peligroso entre ellos. Sólo si las culturas son potencialmente universales y abiertas entre sí pueden la inter-culturalidad conducirnos a nuevas formas florecientes.

Hasta ahora nos hemos preocupado fundamentalmente de lo que podríamos llamar consideraciones fenomenológicas, es decir, cómo funcionan y se desarrollan las culturas. Al hacerlo hemos discurrido sobre la potencial universalidad de todas las culturas como la idea fundamental de una historia que apunte hacia una unificación. Pero entonces nos preguntamos, ¿por qué esto es así? ¿Por qué todas las culturas son particulares y, por ello, diferentes unas de otras? ¿Por qué son, sin embargo, abiertas al mismo tiempo a todas las demás y capaces de refinamiento y combinación recíprocas? No quiero abordar todas las respuestas positivistas a estas preguntas, que, por supuesto, existen. Me parece que justo aquí es imposible evitar una referencia metafísica. El encuentro de culturas es posible porque el hombre, a pesar de todas las diferencias de su historia y construcción social, es el único y mismo ser. Este ser hombre, sin embargo, está tocado en lo profundo de su existencia por la verdad. La apertura fundamental de una persona a la otra sólo se puede explicar por el hecho escondido de que nuestras almas han sido tocadas por la verdad; y esto explica el acuerdo esencial que existe entre las culturas más alejadas entre sí. Por otro lado, la diversidad conducente al aislamiento se puede explicar por la finitud del espíritu humano. Nadie comprende la totalidad; la miríada de perspectivas y formas construye una especie de mosaico que muestra su complementariedad e interrelacionalidad. Para ser un todo, todo el mundo se necesita entre sí. El hombre se acerca a la unidad y a la totalidad de su ser sólo en la reciprocidad de todos los grandes logros culturales.

Para estar seguros, debemos saber que este diagnóstico optimista no es la totalidad de la historia. La potencial universalidad de las culturas se confronta una y otra vez con obstáculos insuperables cuando tratamos de traducirla en una universalidad práctica, porque no es sólo una cuestión de fuerza dinámica de lo que compartimos. También hay que considerar el elemento de separación, las barreras y contradicciones, la imposibilidad de cruzar porque las aguas divisorias son demasiado profundas. Antes hablábamos de la unidad del género humano, de su ser tocado por Dios de un modo escondido por la verdad. Pero también nos damos cuenta de hay un factor negativo en la existencia humana, una alienación, que entorpece el conocimiento y aparta a los hombres, al menos parcialmente, de la verdad y, por tanto, a los unos de los otros. En este innegable factor de alienación descansa la pobreza de nuestros esfuerzos por promover el encuentro entre culturas. Mientras deducimos de este hecho que es incorrecto acusar a todas las religiones terrenas de idolatría, también sería incorrecto mirar a todas las religiones de modo únicamente positivo. No deberíamos olvidar la crítica de las religiones hecha no sólo por Feuerbach y Marx, sino por grandes teólgogos como Karl Barth y Bonhoeffer.



[1] Cf. Josef Pieper, Überlieferung: Begriff und Anspruch, Munich 1970; y Über die platonischen Mythen, Munich 1965.

[2] Th. Haeker enfatizó especialmente el concepto de lo adventístico en el paganismo pre-cristiano. Cf. Th. Haecker, Vergil: Vater des Abendlandes, Leipzig 1931; reimpreso, Munich 1947.

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